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¿POR QUÉ NO SE CALLAN LOS ALUMNOS DE HOY?

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    Querido lector:

    Cuando me preguntan algunos amigos por mi agotador trabajo de profesor, siempre terminamos hablando del mismo asunto: de la cháchara interminable de muchos alumnos que sucede una y otra vez mientras el profesor está explicando.
    En mi época de estudiante esto no sucedía porque simplemente te buscabas un problema si osabas interrumpir al profesor con tu charla. Entonces funcionaba aún la fórmula del jarabe de palo, por lo que los alumnos -temerosos del regletazo- nos esforzábamos en portarnos bien, estudiar y hacer las tareas.
    Era aquél un sistema en el que la autoridad del maestro o del profesor era incontestable y en el que la sociedad entera podía aplicar sobre ti la autoridad. Incluso cualquier señor desconocido podía tirarte de las patillas en plena calle si veía que estabas haciendo el gamberro.
    Si tus padres se enteraban encima de que habías fallado en el colegio o en la calle, caía sobre ti el peso de la ley en forma de zapatillazo o de castigos variados.
    Pero esa autoridad general se fue desvaneciendo poco a poco. Debido a causas conocidas y diagnosticadas en las que no me detendré demasiado, los alumnos le fueron perdiendo el respeto poco a poco a los profesores e incluso a sus progenitores, muchas veces por causa de una excesiva relajación de los adultos, fruto de un ambiente general de disipación.
    La democracia mal entendida y la paternidad escasamente responsable tuvieron (y tienen) también parte de culpa.
    El resultado de dar tantas libertades a los niños es que en clase el profesor no puede ni toserles a los alumnos díscolos ni evitar que charle hasta el alumno más parado.
    Está tan generalizado el ambiente de ruido y diversión en clase que, cuando los alumnos se ven delante de un profesor serio y exigente, no son capaces de cambiar de registro y portarse como deben.
    Por ejemplo, yo soy uno de los profesores carcamales que aún pretenden que sus alumnos lo traten de “usted”, que es la fórmula de respeto del español, consagrada por siglos de tradición. Procede del “vuestra merced” del Siglo de Oro y se fijó en el siglo XVIII.
    El problema es que, aunque quisieran, muchos alumnos no saben tratarte de “usted” y te dicen, por ejemplo, “Usted tienes razón” o “Usted dijiste...” Y no lo saben porque nunca nadie les ha enseñado, ni en su casa ni en la caja tonta de la televisión. ¿Recuerda usted, querido lector, aquellos tiempos en que los periodistas de Televisión Española trataban al espectador de “usted”? ¡Qué tiempos aquellos!
    El tuteo ha entrado como elefante en cacharrería con intención de acabar con las últimas resistencias del “usted”. Éste es un ejemplo claro de cómo han cambiado las tornas en el mundo de la educación.
    Pero lo peor es la cháchara constante en las clases. El profesor llega al aula y, antes que nada, tiene que hacerse notar porque ellos siguen hablando, riendo, peleándose... Cuando por fin, diez minutos después, ha logrado que se sienten y se callen a regañadientes, empieza su explicación: el Complemento Directo, Gonzalo de Berceo, el pronombre “se”, Don Quijote..., y es como hablarle a una pared: los alumnos hablan, hablan y hablan entre ellos, interrumpiendo constantemente la explicación.
    No sé de qué hablan ni me importa, pero sí sé que esa charla constante es una falta de respeto al trabajo del profesor (aunque ellos no sean conscientes de que así sea) y también sé que dicho parloteo influye en el desánimo de los docentes y en el bajo rendimiento escolar de muchos estudiantes.
    Porque, evidentemente, los alumnos hablan de lo que ya saben, pero esas conversaciones perpetuas les impiden adquirir nuevos conocimientos. Y es curioso que muchas veces sean esos mismos alumnos charlatanes los que le exigen al profesor en tono airado que les suba las notas de sus horripilantes exámenes, los cuales son resultado -entre otras diversas causas- de sus estériles e interminables tertulias en clase.
    Cuando los tertulianos radiofónicos o televisivos, expertos por otra parte en todas las cuestiones, o nuestros queridos políticos hablan, gastando saliva inútilmente, de programas de mejora del rendimiento educativo y de reformas en los planes escolares, yo ya no puedo dejar de esbozar una sonrisa escéptica.
    Señor legislador: deje usted de mojar papeles y dedíquese a resolver el asunto de las charlas de los alumnos, el charlatanismo discente (si es que quiere usted buscar un tecnicismo que lo defina).
    Si logramos algún siglo de estos dar solución a ese problema y, por tanto, conseguimos favorecer de una vez por todas el silencio real y efectivo de los alumnos en clase, habremos dado un salto evolutivo que nos permitirá emprender nuevas etapas en el desarrollo de la educación.
    Hasta entonces, mientras no superemos realmente ese reto, los alumnos seguirán con su charla infinita, perdiendo el tiempo y haciéndonoslo perder a los profesores que cada día lectivo nos plantamos delante de ellos para intentar inocularles la medicina santa del gusto por el conocimiento.
    Mientras no suceda así, las clases seguirán siendo diálogos de besugos, absurdas pérdidas de tiempo en las que el esfuerzo del profesor se convertirá en estéril siembra de semillas de saber que no darán nunca fruto comestible en medio de los abrojos de la charlatanería vacua.




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